–Un buen bourbon –dijo mirando la etiqueta de la
botella a la luz de la lámpara de escritorio, sosteniéndola en su mano derecha como quien sostiene un libro de
poemas selectos y se dispone a darles vida con su voz. Retiró el tapón sin
prisas, y vertió el líquido dorado en un vaso ancho, sobre un solitario cubito,
deleitándose con su crujido a medida que lo cubría –. Bonita manera de romper
el hielo.
Una última
calada a su cigarrillo, profunda, y lo apagó aplastándolo sobre los cuerpos
fríos de anteriores momentos de reflexión. En el equipo hi-fi sonaba una
recopilación de jazz. Un
golpe seco del paquete de tabaco, con la inercia de la práctica, hizo aflorar
otro pitillo, abrazándolo con labios secos. Lo encendió entrecerrando los ojos
para protegerlos del humo, metió el mechero en el interior del paquete, y con
movimiento de repartidor de cartas experto lo dejó caer sobre la mesa del
despacho, donde giró como ruleta antes de detenerse.
–Todo al
rojo –bromeó, cogiendo el vaso de bourbon, para dirigirse después a la cómoda chaise longue de piel negra frente al gran
ventanal que daba a la calle.
Fuera la luna
llena tintaba el paisaje de pálidos grises, difuminados en un aura espectral.
Nada daba señales de vida en el monte ni en los campos cercanos. Una naturaleza
muerta, en el mejor de los sentidos.
Por el
ventanal abierto se colaba en el espacioso despacho el aroma del romero y el
tomillo, acompañados del también volátil sonido de los grillos zapateros, afanosos
artistas del arco y el violín sin cuerdas. Con semejante carencia ¿quién podía
culparles de repetir la misma pieza una noche tras otra?
Se
arrellanó en la “silla larga” como si formara parte de ella, descansando un pie
sobre el otro, descalzos, dispuesto a disfrutar del recital desde tan privilegiado palco.
–Gracias
por los servicios prestados –dijo extrayendo el cubito del vaso. Lo tiró por la
ventana, escuchando cómo caía sobre las tejas, resbalaba sobre ellas, y un
segundo después se hacía añicos al chocar contra el pavimento “anti-hielo” de
la terraza, casi al mismo tiempo que terminaba de chuparse los dedos.
Mientras
los sorbos de alcohol vestidos de acaramelado roble se deslizaban sobre su lengua, sobrevolados por
el humo del cigarrillo como bruma sobre un río, se encontró pensando en lo que
había sido su vida hasta aquel instante, que no tardaría en perderse, fugaz. ¿Felicidad,
libertad, paz? ¿Qué tanto por cien atesoraba de cada una de ellas, siendo
objetivo? Una pregunta de complicada respuesta, capaz de generar una pirámide
invertida de preguntas. Mejor enfrentarse a un enjambre de avispas cabreadas.
Un gato que
vagabundeaba por el tejado se acercó al ventanal, con intenciones más que
probables de colarse dentro.
–¿Tú que
dices? –le preguntó, aprovechando la fortuita visita.
Sorprendido
por su inesperada presencia, el animal dio un respingo y puso pies en polvorosa.
–Que me
den, ¿verdad? –exclamó, dejándose llevar por una tan breve como leve risa.
Nadie
gozaba de felicidad, libertad, o paz completas; ni siquiera al nacer, mucho
menos al morir. Pensar en alcanzarlas era una utopía. Demasiado esquivas.
Salvajes como un caballo sin domar.
–Ajenas al
ser humano –se dijo.
Demasiados
lastres, sumándose con los años, multiplicándose para restar, y dividir lo poco
bueno que se acertaba a conseguir. Muchos. No saber perdonar, por ejemplo.
–Es difícil
perdonar, por no hablar de olvidar, que alguien te haga daño; sobre todo cuando
no encuentras una explicación. Gratuitamente es la palabra. Puede ser
atormentador, a todos los niveles. Físicamente es un vacío interior que no hay
forma de llenar. Otro cúmulo de preguntas. Nadie las responde. Y quizá tampoco
haya respuesta. Se tarda una eternidad en llegar a esa conclusión. Pasas de
tratar de comprender, a aceptar, y seguir adelante. O volver a hacerte la
pregunta. Es como perderse en un bosque, y buscando la salida acabar siempre en
el mismo lugar. “Juraría que ya hemos pasado junto a esa piedra”. Hay que perdonar,
no hay más. Tan complejo, y tan simple. Cuesta más de lo explicable, pero la
recompensa vale la pena: un poquito más de felicidad, libertad, y paz.
Lo celebró terminándose de un
trago el dedo de bourbon que quedaba en el vaso.
–Para resolver cómo perdonarse a uno mismo, habrá que repostar –añadió, yendo a por la botella.