domingo, 19 de octubre de 2014

Ayer y hoy


B.S.O. Anathema - The Lost Child 


“Los amigos me dicen, como a uno que acaba de vencer una enfermedad, que me encuentran rejuvenecido.
¿Rejuvenecido? A mí me consta que empiezo a vivir ahora. Es muy general la preocupación de que todo lo pasado fue error y aprendizaje, y comprendo muy bien cuán suntuoso resulta coger la pluma fría con la mano cálida y palpitante y derramarse sobre un árido papel para probar que se vive de veras. Pero pasemos por la presunción. Es, en todo caso, la primera que me ha colmado de dicha, la primera que me ha calentado la sangre y desembotado los sentidos. Y si consigno aquí el prodigio de mi despertar, lo hago para mí solo, que he ahondado más en esto de lo que puedan expresar mis palabras. No se lo he contado a ningún amigo; así como no sospecharon nunca en qué grado de inercia me encontraba, tampoco sabrán cómo he retoñado. Y si acaso, en medio de esta mi vida verdadera, llegara la muerte y el escrito cayera en manos ajenas, no me cohíbe tal posibilidad. Quien no conozca la magia de una hora semejante, lo mismo que yo en otro tiempo, no comprenderá tampoco cómo un par de episodios de un día, sin aparente relación, pueden reanimar tan prodigiosamente un destino ya extinguido.
Ante ése no me avergüenzo, porque no me comprende. Y quien es capaz de comprender no juzga ni es orgulloso, y tampoco delante de éste me avergüenzo, porque me comprende. Nada del mundo puede perder quien se ha encontrado a sí mismo. Y quien una vez ha comprendido lo humano en sí mismo, comprende a todos los hombres.”

(Fragmento de “Noche fantástica”, de Stefan Zweig)




lunes, 17 de febrero de 2014

Lastre





Un buen bourbon –dijo mirando la etiqueta de la botella a la luz de la lámpara de escritorio, sosteniéndola en su mano derecha como quien sostiene un libro de poemas selectos y se dispone a darles vida con su voz. Retiró el tapón sin prisas, y vertió el líquido dorado en un vaso ancho, sobre un solitario cubito, deleitándose con su crujido a medida que lo cubría –. Bonita manera de romper el hielo.
Una última calada a su cigarrillo, profunda, y lo apagó aplastándolo sobre los cuerpos fríos de anteriores momentos de reflexión. En el equipo hi-fi sonaba una recopilación de jazz. Un golpe seco del paquete de tabaco, con la inercia de la práctica, hizo aflorar otro pitillo, abrazándolo con labios secos. Lo encendió entrecerrando los ojos para protegerlos del humo, metió el mechero en el interior del paquete, y con movimiento de repartidor de cartas experto lo dejó caer sobre la mesa del despacho, donde giró como ruleta antes de detenerse.
–Todo al rojo –bromeó, cogiendo el vaso de bourbon, para dirigirse después a la cómoda chaise longue de piel negra frente al gran ventanal que daba a la calle.
Fuera la luna llena tintaba el paisaje de pálidos grises, difuminados en un aura espectral. Nada daba señales de vida en el monte ni en los campos cercanos. Una naturaleza muerta, en el mejor de los sentidos.
Por el ventanal abierto se colaba en el espacioso despacho el aroma del romero y el tomillo, acompañados del también volátil sonido de los grillos zapateros, afanosos artistas del arco y el violín sin cuerdas. Con semejante carencia ¿quién podía culparles de repetir la misma pieza una noche tras otra?
Se arrellanó en la “silla larga” como si formara parte de ella, descansando un pie sobre el otro, descalzos, dispuesto a disfrutar del recital desde tan privilegiado palco.
–Gracias por los servicios prestados –dijo extrayendo el cubito del vaso. Lo tiró por la ventana, escuchando cómo caía sobre las tejas, resbalaba sobre ellas, y un segundo después se hacía añicos al chocar contra el pavimento “anti-hielo” de la terraza, casi al mismo tiempo que terminaba de chuparse los dedos.
Mientras los sorbos de alcohol vestidos de acaramelado roble se deslizaban sobre su lengua, sobrevolados por el humo del cigarrillo como bruma sobre un río, se encontró pensando en lo que había sido su vida hasta aquel instante, que no tardaría en perderse, fugaz. ¿Felicidad, libertad, paz? ¿Qué tanto por cien atesoraba de cada una de ellas, siendo objetivo? Una pregunta de complicada respuesta, capaz de generar una pirámide invertida de preguntas. Mejor enfrentarse a un enjambre de avispas cabreadas.
Un gato que vagabundeaba por el tejado se acercó al ventanal, con intenciones más que probables de colarse dentro.
–¿Tú que dices? –le preguntó, aprovechando la fortuita visita.
Sorprendido por su inesperada presencia, el animal dio un respingo y puso pies en polvorosa.
–Que me den, ¿verdad? –exclamó, dejándose llevar por una tan breve como leve risa.
Nadie gozaba de felicidad, libertad, o paz completas; ni siquiera al nacer, mucho menos al morir. Pensar en alcanzarlas era una utopía. Demasiado esquivas. Salvajes como un caballo sin domar.
–Ajenas al ser humano –se dijo.
Demasiados lastres, sumándose con los años, multiplicándose para restar, y dividir lo poco bueno que se acertaba a conseguir. Muchos. No saber perdonar, por ejemplo.
–Es difícil perdonar, por no hablar de olvidar, que alguien te haga daño; sobre todo cuando no encuentras una explicación. Gratuitamente es la palabra. Puede ser atormentador, a todos los niveles. Físicamente es un vacío interior que no hay forma de llenar. Otro cúmulo de preguntas. Nadie las responde. Y quizá tampoco haya respuesta. Se tarda una eternidad en llegar a esa conclusión. Pasas de tratar de comprender, a aceptar, y seguir adelante. O volver a hacerte la pregunta. Es como perderse en un bosque, y buscando la salida acabar siempre en el mismo lugar. “Juraría que ya hemos pasado junto a esa piedra”. Hay que perdonar, no hay más. Tan complejo, y tan simple. Cuesta más de lo explicable, pero la recompensa vale la pena: un poquito más de felicidad, libertad, y paz.
Lo celebró terminándose de un trago el dedo de bourbon que quedaba en el vaso.
     –Para resolver cómo perdonarse a uno mismo, habrá que repostar –añadió, yendo a por la botella.   

miércoles, 12 de febrero de 2014

El tren rojo






-Hubo un tiempo en que los años comenzaban con la ilusión de los regalos a la vuelta de la esquina, y aunque eran pocos, menos nos hacían falta, porque lo más importante ya lo teníamos, nos diéramos cuenta o no.
-Sí. Recuerdo un tren de hojalata, pintado de un brillante rojo, con detalles en dorado. El 457 en los laterales de la cabina de la locomotora. Tiré de su cordel sin parar hasta que fue sustituido por aquel camión de bomberos. Rojo también, claro.
-Siempre te han gustado las cosas de ese color, cuanto más vivo mejor.
-Acabó en el desván, con varias ruedas rotas. Lo guardé prometiéndome que un día me compraría uno que fuera como los de verdad, que echara humo por la chimenea y silbase de tanto en tanto para alertar de su llegada.
-Lo cumpliste. Te dejaste un dineral en construirle un decorado apropiado: un bonito pueblo con una estación en la que esperaban varios viajeros con sus maletas, un puente de metal que cruzaba un barranco, un túnel atravesando una pequeña montaña, a cuya salida podías verle acercarse con su gran faro encendido abriéndose paso a través de la oscuridad… Rojo y dorado. Era impresionante. Hasta instalaste varios cambios de agujas para que hiciera distintos recorridos. Toda una habitación para el tinglado.
-Pues lo vendí.
-¿En serio? Con todo el trabajo que le dedicaste. Tu mujer se alegraría.
-Es posible.
-Seguro, no soportaba que pasaras tantas horas liado con algo que para ella no tenía valor. Fui testigo de más de un encontronazo por ese motivo. Cosas de niños, decía. Yo tampoco le gustaba demasiado. Por eso dejé de visitaros.
-Una noche, a las pocas horas de acostarnos, se levantó de la cama, fue a la habitación, y destrozó todo cuanto le permitió la furia de la que se hallaba poseída. Me despertó el ruido de los golpes, los gritos de rabia, apenas sofocados, el respirar entrecortado, desbordado por el esfuerzo.
-No sé qué decir.
-Me quedé en la cama, visionando en mi imaginación cada golpe que llegaba a mis oídos, a qué ponía fin. Una película a cámara lenta de destrucción y locura desatada. Cuando volvió a la cama, traía el rostro húmedo por las lágrimas, y el cuerpo ardiendo como si tuviera fiebre. Se abrazó a mí, y toda ella era un doloroso latido agitándose en mi pecho. Traté de buscar su mirada, y no la encontré.
-Cuesta creer que odiase hasta tal extremo ese tren y todo lo demás. Me parece tan desmesurado.
-Lo veía como el medio a través del cual me alejaba de ella. Una representación de mi deseo de coger un tren o lo que fuese y desaparecer de allí, dejándola atrás. Se equivocaba, pero lo que hice no fue muy diferente.
-Tú jamás la habrías abandonado.
-Lo hice. Me ayudó a comprenderlo. Yo también odiaba aquel tren. Su estúpido caminar por vías que llevaban a ningún sitio. Los viajeros en su interior… los que esperaban en la estación…  Todo falsedad. De pequeño quería algo mejor. De mayor quería recuperar lo que tenía de pequeño. Tardé en darme cuenta. Un tren de hojalata que me podía llevar donde quisiera, sin necesidad de vías, puentes, túneles… La magia, la inocencia, la ilusión.
-Se me hace tarde, y quizá prefieras estar solo.
-Murió poco tiempo después. Me cogió de improviso. Busqué aquella locomotora en el desván de la casa de mis padres. Estaba cubierta por el polvo de años y años, y bajo el gris el rojo y el oro, relucientes todavía. La limpié a fondo, dejándola lista para un último viaje.

jueves, 6 de febrero de 2014

Degradados de gris





Te empujo,
Caes,
…te levantas.

Sin lágrimas.

Me empujas,
Caigo,
…me levanto.

Sin lágrimas.
Sin parar.

Te alejo,
Te acercas,
Me alejas,
Me acerco.

Así avanza el tiempo.
Al compás.
Sin lágrimas.

jueves, 2 de enero de 2014

Minas Antipersona





Tic, tac, tic, tac, tic, tac,
Tic, tac, tic, tac, tic, tac,
BOOM

Explosión en silencio,
Se envenena el aire,
Y ciegan las lágrimas.

Un dolor que habla,
Corre por las venas,
Y nunca se cansa.

El tiempo lo detiene,
Tic, tac, tic, tac, tic, tac,
El corazón se rearma.